Facultad de Derecho

La Neutralidad en las Ciencias (Sociales)

Comentario al artículo

Vela Orbegozo, B. y Rivas-Ramírez

Ciencia, periferia y colonialismo: Análisis desde perspectivas críticas y decoloniales a la construcción del conocimiento y la medición de la ciencia

Revista derecho del Estado. 61 (dic. 2024), 407–445.

Por: Édgar Hernán Fuentes-Contreras*

No encuentro otra manera más apropiada para iniciar este comentario que afirmar que los profesores Vela Orbegozo y Rivas-Ramírez (2024) construyen un texto interesante, riguroso y entretenido que se sostiene en una bibliografía amplia, sólida y adecuada; un trabajo que lleva una discusión con coherencia, actualidad, relevancia y asumiendo con responsabilidad el compromiso académico de que un aporte no debe ser solo una recopilación de datos novedosos. En ese sentido, el artículo es, ante todo, una propuesta de lectura reflexiva que, además, toma, como caso de estudio, las prácticas evaluativas de la producción académica del Ministerio de Ciencias colombiano -sin restringir, por ello, el posible público al que dirige sus conclusiones-.

Estos atributos del artículo son los que incitan a que este comentario se estructurase como se concreta, es decir, no como una presentación y menos como una evaluación sobre las posturas, sino -y espero que así también lo vean los autores y los lectores de ambos trabajos- como un ejercicio académico de intercambio y donde las posibles discrepancias pasan a conjugar esa noción de complementariedad, desde el respeto y el interés compartido por el conocimiento. En consecuencia, los siguientes párrafos buscan centrarse, de cierta forma, en la neutralidad como característica exigible en las ciencias. Para ello, trata de consolidar algunos elementos para entender esa conexión con la ciencia moderna, dando énfasis a las ciencias sociales.

Precisamente, pese a que la historia de las Ciencias Sociales no se limita al siglo XVIII, lo cierto es que tanto las causas liberales como el proyecto racionalista de reconstrucción de la sociedad, terminaron contando con un capítulo significativo que ha sido visto como un punto y aparte: los aportes del Enciclopedismo y el Positivismo y la pretensión de suprimir la especulación metafísica, generó que la Revolución Francesa se volviese en un hito histórico que tuvo cabida, inclusive, en el pensamiento educativo. Luego, el ideal pedagógico revolucionario bien logra resumirse en la formación de un “hombre nuevo” (Cfr. Negro, 2008; Araújo, 2000): libre y racional, capaz de pensar por y para sí mismo.

Dicha aspiración ocasionó, entonces, la adopción de ciertas metodologías para la adquisición del conocimiento de lo social. Autores como Marie-Jean-Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet –que apoyó la labor de dar fundamento a la Revolución Francesa y, además, la vivió a diferencia, por ejemplo, de otros referentes de la Ilustración como Voltaire, Rousseau, Turgot, D’Alembert, Diderot que mueren antes de 1789-, al momento de su admisión en la Académie Française, en 1782, expresó que las Ciencias Sociales debiesen “seguir los mismos métodos, adquirir un lenguaje igualmente exacto y preciso, [y] alcanzar el mismo grado de certeza” (Condorcet, 1976, p. 6) que las ciencias naturales, salvo que se quisiese ser enemigo de la Revolución (Bunge, 1999).

La predilección sobre ese modelo científico podría asumirse mínimamente por su orientación a la neutralidad valorativa que promovía la distinción hechos/valores, ser/deber ser, o, si se prefiere, entre lo descriptivo/prescriptivo.

En esa dirección, la racionalidad científica moderna se encaminó a una “observación técnica y matemática, pero excluyó del horizonte del conocimiento la vida misma porque de la mano del positivismo la idea de verdad se redujo a la verdad científica y objetiva” (Vela Orbegozo y Rivas-Ramírez, 2024, p. 414).

De tal modo, aunque suele atribuirse que ese modelo se sostenía en los incrementos paulatinos en la libertad de pensamiento y se apartada de la racionalidad medieval, fue un “modelo” sostenido en un relato que trato de dibujar una ruptura, expandirla y que quedase en el inconsciente colectivo[1] y que de una u otra forma desconocía “el ingenio, la audacia, el afán por descubrir y la creatividad que derrocharon los filósofos que empeñaron sus esfuerzos en repensar la formidable herencia recibida de culturas ajenas, como la griega y la musulmana” (Verdú Berganza, 2015, p. 1293) y, por supuesto, avances como el reloj mecánico, la pólvora, las gafas, los molinos de viento y de agua, brújula, telares de pedales, entre otros y los “Tratados de matemáticas, astronomía, óptica, meteorología o medicina, como los Elementos de Euclides, el Almagesto de Ptolomeo, el álgebra de al-jwarizmi, la ópticade Ibn al-haytan, o el Canon de medicina de Avicena” (Verdú Berganza, 2015, p. 1281).

La negación de esos avances o su “ocultamiento” fue acompañado por el establecimiento de parámetros rígidos para la adquisición del conocimiento, los cuales, dentro del positivismo, estuvieron marcado por lo medible y lo neutral.

En esa disputa hacia lo medible y lo neutral, la felicidad del hombre incluso pasó a ser objeto de ello o, por lo menos, así se intentó: tal como pasó con el felicific calculusformulado por Jeremy Bentham (1789 Cfr. Veenhoven, 2016; Murillo Carvajal, 2022; Araujo, 2000). Esta orientación puede encontrar explicación en el abandono de la centralidad del conflicto virtud/vicio en lo humano (Hirschman, 1978), en el auge de la idea de las pasiones como “equilibrantes” -que bien resumió Hume en la intención de que “La razón es, y debe ser, esclava de las pasiones” (1992, p. 561)- y, a la postre, a la oposición de los intereses con las pasiones, teniendo prevalencia estos sobre ellas, debido a “la afinidad especial del cálculo racional, implícito en el concepto del interés” (Hirschman, 1978, p. 46) que facilita medirlos.

De cualquier forma, el papel descriptivo de las ciencias sociales, es decir, como ciencias instrumentales que deben ser ajenas a expresiones que no cuenten demostración científica, fue fortaleciéndose y haciéndose una obligación, aunque no por ello, sin resistencia. Entrado el siglo XX, se hace célebre, en ese sentido, el texto “La política como vocación” de Max Weber, en 1919; en él, Weber será un defensor de la necesidad de separar los hechos de los valores por “un mandato de honestidad intelectual” (1979, p. 223), tratando así evitar, verbigracia, que las universidades sean “un seminario sacerdotal, solo que sin poder conferir la dignidad religiosa propia de este” (1979, p. 228).

De cierta manera, esas orientaciones propuestas por Weber dan cuenta de la idea de que la inclusión de las valoraciones en el quehacer científico es indeseable, incluso pese a que las ciencias busquen resultados dotados de valor -correctos e importantes- y que cuando se elige lo estudiado se realiza una valoración. Esto marca la necesidad de distinguir los valores teóricos de los valores prácticos y, a su vez, considerar que la neutralidad que espera el conocimiento conlleva la aceptación de la elección de valores teóricos, pero con la obligación de transparentarlos.

En ese orden, años después, Raymond Aron reconoce que la distinción entre hecho y valor y las propias referencias a los valores y a los juicios de valor, reducen lo efectivos de las propuestas de Weber y la llevan a un punto cuestionable: “Pero, en lo esencial, no es que la metodología haya sido víctima de la filosofía, sino que la metodología ha inspirado una filosofía errada” (Aron, 1979, p. 76). Como alude Wilhelm Hennis,

La lucha de Weber, tan frecuentemente deformada en donquijotismo, valió para la libertad para la valoración práctica, libre de tutela por la arrogancia de la ciencia. Todas estas exigencias se encierran en una hermosa palabra alemana por la que siempre se esforzó, desde sus comienzos a sus últimos testimonios: «Unbefangenheit» (despreocupación, falta de prejuicios). Su lucha por la llamada «libertad de juicios de valor» es nada más y nada menos que su lucha por la «falta de prejuicios», esto es, por la libertad espiritual en una época en que la ciencia («burguesa») con su «Befangenheit» (preocupación, prejuicios), en especial por la fe en el «progreso» que ella misma iba a producir, se extendía sobre los espíritus (1983, p. 88).

Por supuesto, el quehacer de la ciencia, inclusive si se pretendiese alejarse de los juicios de valor, no es carente de valores: los valores que sostienen la ciencia -y que Weber trató de difundir–, es decir, la libertad como un propósito moral (Mittleman, 1999) y la honestidad como deber sustancial para alcanzar el conocimiento.

Sin embargo, esa postura sobre la ciencia social y su labor descriptiva ajena a las valoraciones es solo una de las posiciones que se mantenían durante la época. En el fondo, incluso si se asume la noción de paradigma de Kuhn (2013) no puede confundirse este con homogeneidad: esto no es aplicable exclusivamente en el contexto de las discusiones científicas del siglo XX, sino, desde la propia Edad Media y de la Antigüedad. De hecho sería bastante ingenuo pensar que en la Edad Media que fue un período de alrededor de 10 siglos, con cientos de conformaciones político-culturales -si es que solo nos centramos en lo Europeo-, siempre se tuvo una única forma de observar el mundo -así haya “una” predominante-: basta con pensar, por ejemplo, con las discusiones que se dieron respecto a la forma de enseñanza en las nacientes universidades en los siglos XI y XII, especialmente, en lo que fue llamado el mos gallicus y mos italicus (Fuentes-Contreras y Cárdenas-Contreras, 2017), o las posturas teocéntricas que estuvieron discutidas mínimamente, en el ámbito europeo, entre el islamismo que tuvo su Edad de Oro entre los siglos VIII y XIII y el cristianismo. Si bien, suele hacerse una crítica debido a prácticas vinculadas con la censura como Index librorum prohibitorum, también fueron replicadas -no por ello haciéndolo positivo en ninguno de los casos-, por ejemplo, en épocas posteriores a la Revolución Francesa, cuando los líderes prohibieron obras que se consideraban contrarios a los ideales revolucionarios, como el publicado por Edmund Burke, en 1790, “Reflexiones sobre la Revolución en Francia”, que fueron apoyados por órganos estatales como el Comité de Salvación Pública y el Comité de Seguridad General.

Ahora, volviendo al caso de la postura que se ha descrito desde Weber, por la época surge la llamada escuela de Fráncfort. Uno de los representantes más significativos de dicha escuela -aunque de la segunda generación- es Habermas; en él se retoma la discusión sobre las valoraciones y señala: “Las referencias valorativas son metodológicamente inevitables y sin embargo no vinculantes objetivamente. Estamos, pues, obligados a hacer explícita la dependencia de nuestros enunciados descriptivos respecto de nuestros presupuestos de contenido normativo” (1988, p. 74). Habermas, lejos de estar a favor de la defensa weberiana de la neutralidad, considera que esa exigencia termina siendo incoherente con los tipos de estudios que Weber presenta y con la intención hermenéutica de dar significado desde lo histórico a la situación social: de tal forma, esta pretensión conllevaría a un conocimiento técnico que cultivaría la razón solo desde el silencio de las causas y consecuencias: favoreciendo el relativismo y la posibilidad de convivir con los regímenes de mayor grado de perversidad, tal como pasó con la obra de Weber -incluyendo a su discípulo Carl Schmitt-. En ese orden, se quiere evitar, según Habermas, un robustecimiento del “hechizo ideológico” (1988, p. 77).

Dicho “hechizo” con frecuencia queda expresado en las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y lo que llevaría a que emergiera “en Europa la segunda ola de la democratización” (Vela Orbegozo y Rivas-Ramírez, 2024, p. 416) y que se ocupó de expandir una preocupación por lo humano, por la dignidad: si bien se hizo expansivo el conocimiento sobre los experimentos con seres humanos durante el régimen nazi, las preocupaciones de la comunidad estuvo representada, igualmente, por las leyes eugenésicas que se habían expandido, con énfasis, desde finales del siglo XIX y su consolidación en países como Estados Unidos, donde se hizo famoso la decisión de la Corte Suprema en el caso Buck vs. Bell, de 1927, donde se terminó apoyando el estatuto de Virginia que avalaba esterilizar a personas consideradas mentalmente “imbéciles”[2].

En ese marco, los profesores Vela Orbegozo y Rivas-Ramírez muestran la manera en que, con el final de la Segunda Guerra Mundial, surge también la necesidad de saberes críticos poscoloniales interesados en romper la hegemonía cultural y que facilitaran un diálogo entre diferentes modos de producción y comprensión del conocimiento. Por ello, estos saberes pretendieron resignificar los dualismos que solían conducir las relaciones sociales y globales: para esto, se emplearon dicotomías como centro-periferia, norte-sur, tradición-modernidad para realizar relecturas que realzaran lo propio, lo autóctono y dónde hacer parte de la periferia o del sur era reconocerse como “víctima” de unos parámetros y preferencias que ocultaron la bondad de la pluralidad, la multiculturalidad y de las visiones tradicionales u originarias (Cfr. Reitano (coord.), 2017).

Empero, el reconocimiento doctrinal de esos saberes, como bien lo destacan los autores nominados, no han sido avalados necesariamente por los métodos y modelos de medición de los órganos estatales, lo cual demuestran haciendo referencia a las métricas del hoy Ministerio de Ciencia de Colombia; sosteniendo, por tanto, la hipótesis de un fomento de un neocolonialismo que “silencia los aportes de la ciencia emergente en contextos periféricos”. Exponiendo una recapitulación sucinta, pero suficiente, en relación con el origen, cambios y contenidos de las mediciones que ha realizado el órgano estatal respecto a grupos de investigación y los investigadores, los autores describen y analizan los sesgos que bien parecen ser trasplantes que no reconocen las realidades nacionales, pero por demás terminan fomentando prácticas, desde ciertos actores, que no son apropiadas si lo que se quiere es la explicación y comprensión de los fenómenos sociales.

En el fondo, estos modelos así planteados renuncian a lo teórico para perpetuar lo ideológico[3]; propiciando, en términos de MacIntyre, dos consecuencias: la primera, es ocultar los rasgos de los conflictos particulares y su reducción a algo técnico, y la segunda, es deformar la comprensión de la naturaleza de los desacuerdos.

Así, lo que hace que la ideología sea una máscara de los órdenes y del orden, que ha permitido “to deny any ultimacy to conflict, contestability and unpredictability” (MacIntyre, 1998, p. 60).

En ese escenario, la metodología termina fundando una racionalidad burocrática. Ciertamente, siguiendo con MacIntyre, los elementos de la autoridad burocrática se han extendido al mundo de la metodología y se observa, por ejemplo, en las variables discretas, en los sistemas de clasificación, en la creación libre de esquemas clasificatorios, en las relaciones entre los elementos clasificados y en las generalizaciones de causales en busca de predicciones. Lo anterior queda demostrado en el artículo que desarrollan los profesores Vela Orbegozo y Rivas-Ramírez.

Para finalizar, debo aseverar que, como lector y con los matices que corresponden, considero que existen tres tipos de trabajos académicos, pero me referiré solo a dos: los primeros son los que enriquecen intelectualmente sin pasar desapercibidos -solo que suelen quedar allí, pero hay otros que logran una sensación más grata que son los trabajos que, de hecho, cuando se leen terminan creando un deseo de haber querido escribirlo -así no se comporta todo-, sea por el tema, su estructura, su metodología; estos trabajos logran inspiran a investigar sobre la temática, a releer y son los que producen un avance en el conocimiento. Pues bien, creo que de sobra clasificaría el trabajo de los profesores Vela Orbegozo y Rivas-Ramírez en ese segundo grupo, y las razones, como anticipe, espero se noten en el presente comentario que buscó ser un tanto más allá de enumeraciones o exposición creyente sin cuestionamiento de lo escrito. Desde ese punto de vista, encuentro que la mejor manera de adjetivar este artículo es que los autores reconocen y dan cuenta para el contexto de la investigación científica y su medición algo que suele ser descartado y ellos con no relegan: “Molecules do not read chemistry books; but managers do read books on organization theory” (MacIntyre, 1998, p. 64).

Referencias bibliográficas

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* Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, Chile. Doctor en Derecho, con mención internacional, y máster en Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla (España); Magíster en Derecho de la Universidad Nacional de Colombia; especialista en Derecho Constitucional de la Universidad Externado de Colombia y abogado de la Universidad de Antioquia (Colombia).

[1]“Como es bien sabido, a lo largo del siglo XVII se extendió la idea, ya avanzada desde el humanismo, de que la Edad Media había sido un triste período de estancamiento, si no de retroceso, para la humanidad. Francis Bacon, por poner un ejemplo, en su Novum organum, afirmaba que las edades transcurridas entre la antigüedad y la suya propia habían sido desfavorables para las ciencias, «pues ni los árabes ni los escolásticos merecen ser mencionados, pues en los tiempos intermedios, más que aumentar el peso de la ciencia la aplastaron con una multitud de tratados». Sin duda, durante el siglo XVIII, en lo que conocemos como la ilustración, esta consideración de los hechos se torno común, e incluso se acentuó. Ejemplos podemos encontrar por doquier, si bien resulta muy significativo el caso de Condorcet, para quien «el triunfo del cristianismo fue la señal para la completa decadencia de la filosofía y de las ciencias»” (Verdú Berganza, 2015, pp. 1277-1278).

[2] Ese mismo año se introduce el término “bioética” por parte del alemán Fritz Jahr, en el artículo “Bio-Ethics: A Review of the Ethical Relationships of Humans to Animals and Plants” (1927), publicado en la revista Kosmos. Handweiser für Naturfreund (Cfr. Lolas, 2008).

[3] Un autor como MacIntyre; quién reconoce, inicialmente, la polisemia del término y establece rasgos que identifican a una teoría como ideología: a. cuando se expresa una verdad parcial; b. cuando es el reflejo de un orden social; y c. cuando pretende una aceptación del mundo constituido como punto de partida (1998).


Para citar: Édgar Hernán Fuentes, “La Neutralidad en las Ciencias (Sociales)” en Blog Revista Derecho del Estado, 14 de febrero de 2025. Disponible https://blogrevistaderechoestado.uexternado.edu.co/2025/02/14/borrador-automatico/