Facultad de Derecho

Por un constitucionalismo con adjetivos. A propósito de Gargarella y Loughlin

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El liberalismo según Gargarella: tradición, hegemonía y crítica

Castigo y democracia: algunas reflexiones en torno al debate Gargarella-Duff

Por: Alejandro Cortés-Arbeláez[1]

Columnista del Blog RDE

Recientemente fueron publicados dos libros de teoría constitucional y democrática de suma importancia. Me refiero a El derecho como una conversación entre iguales (2021), de Roberto Gargarella, y a Against Constitutionalism (2022), de Martin Loughlin. Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con lo expuesto por estos autores, pero lo cierto es que sus planteamientos no deberían dejar indiferente a nadie que se interese por los asuntos constitucionales. Quiero aprovechar el espacio que me brinda la Revista Derecho del Estado para comentar estos trabajos a modo de invitación a su lectura y discusión, que sin duda será provechosa para filósofos políticos y del derecho, politólogos y juristas por igual.

En el fondo, tanto el trabajo de Gargarella como el de Loughlin están unidos por una temática común: la conocida tensión entre constitucionalismo y democracia, frente a la cual ambos autores se ubican en el lado democrático de la balanza. No obstante, el contenido de sus libros está lejos de ser idéntico y las conclusiones a las que cada pensador llega son diferentes. Para dar cuenta de lo anterior, presentaré una especie de contrapunto entre Gargarella y Loughlin, resaltando lo que considero son sus puntos tanto de coincidencia como de divergencia, para al final presentar algunas conclusiones.

El dinosaurio en la habitación: cuando despertó, la tensión entre constitucionalismo y democracia todavía estaba allí

El punto de partida de ambos libros es la existencia de una tensión entre el constitucionalismo, preocupado por los derechos individuales y la protección de la autonomía privada de las personas, y la democracia, concernida con el ejercicio de los derechos políticos y la protección de la autonomía pública de la sociedad para la materialización del ideal del autogobierno colectivo. Aunque esta tensión es abiertamente conocida y reconocida entre los estudiosos de la filosofía política y jurídica y la ciencia política, entre los abogados constitucionalistas, al menos en América Latina, ha habido cierta renuencia a prestarle la atención que merece. Por esto, vale la pena reiterar la importancia de no ignorar a este elefante en la habitación que, jugando con el famoso micro-relato de Monterroso, es más bien un dinosaurio que todavía sigue allí.

La manera en que cada uno de los autores concibe la tensión entre constitucionalismo y democracia se puede entender a partir de lo que a mi juicio son las tesis centrales de cada libro.

– Gargarella: la disonancia democrática y el traje estrecho del constitucionalismo. Para el profesor argentino, el constitucionalismo estadounidense y latinoamericano (que son en los cuales se enfoca) nacen en el marco de un contexto elitista y de profunda desconfianza en las capacidades políticas de las personas «comunes y corrientes», lo que se tradujo en diseños institucionales dirigidos a contener la voluntad democrática de las mayorías populares. Si bien Gargarella considera que este tipo de diseño institucional antidemocrático resultaba ya problemático en los momentos fundacionales del constitucionalismo americano, su punto es que hoy en día, en sociedades marcadas por la fatiga con el sistema representativo, se ha convertido en un traje que nos queda demasiado estrecho.

“Las instituciones centrales del constitucionalismo se mantuvieron básicamente idénticas, desde entonces hasta hoy, mientras nosotros (sobre todo, la imagen que la clase dirigente de entonces suponía de “nosotros”) como sociedad cambiamos de manera radical. Allí se origina la discrepancia: en el desajuste entre lo que nuestras instituciones nos ayudan o autorizan a hacer, y lo que nosotros, los ciudadanos (We the People), razonablemente, esperamos o demandamos de ellas. Allí se da el quiebre: entre instituciones y prácticas; entre estructura constitucional, por un lado, y razonables demandas y expectativas democráticas, por el otro. Hablamos, en definitiva, de disonancia entre estructura constitucional y pretensiones democráticas. Las constituciones que hoy prevalecen –tal vez no haga falta decirlo– se presentan en fuerte tensión con ideales democráticos básicos, hoy ampliamente compartidos [cursivas en el original]”[2].

– Loughlin: el constitucionalismo como ideología. El profesor británico explica que el constitucionalismo es un “método por el cual damos forma a un grupo de creencias y símbolos culturales en un arreglo significativo, volviendo a este así disponible para la acción deliberada. En este sentido, como el liberalismo y el nacionalismo, el constitucionalismo es una ideología”[3]. Esta ideología fue uno de los elementos claves del proyecto filosófico de la Ilustración y se convirtió en la fuerza motriz del proyecto liberal obsesionado con la idea del gobierno limitado como mecanismo para evitar el ejercicio arbitrario del poder. De manera crucial, Loughlin argumenta que el constitucionalismo, producto de la filosofía liberal burguesa de los siglos XVIII y XIX, no fue pensado para las democracias de masas que advendrían en el siglo XX ni para la era del «gran gobierno» que acompañaría al New Deal en Estados Unidos y a los Estados de bienestar europeos de la segunda posguerra.

De esta manera, en un sentido más o menos similar al de Gargarella, Loughlin argumenta que el constitucionalismo, originalmente una filosofía liberal de gobierno anclada a un momento histórico específico, se ha convertido en una ideología total con pretensiones a-históricas de persistencia que busca establecer y mantener un marco de gobierno permanente que, a través del discurso de los derechos y del ejercicio del control judicial por parte de la judicatura, busca eliminar aquello que no puede ser eliminado: la indeterminación, el disenso, el conflicto. Y esto, de manera inevitable, lleva a que el constitucionalismo asfixie a la democracia.

“La democracia persiste a través de la deliberación política continua y activa sobre lo justo y lo bueno. El conflicto y el disenso son rasgos constitutivos que deben preservarse, y se preservan asegurando que el significado de estos valores básicos y discutibles siga siendo objeto de continuo debate político […] Esta característica de la democracia le impone límites al grado en que esta se puede subsumir en el constitucionalismo. Una vez que un régimen político es conceptualizado en el lenguaje de los derechos, los abogados asumen demasiado fácilmente que este contiene un marco general que debe ser objeto de atención [casi exclusiva] por parte del poder judicial, de manera tal que la actividad legislativa y administrativa queda reducida a una mera acción regulativa que puede ser superada por un reclamo formulado en términos de derechos. Esto sobrestima la capacidad de la judicatura para lograr alcanzar juicios políticos sobre reclamos de derechos altamente disputables y subestima la importancia de los juicios implícitos que, en materia de derechos, realizan las legislaturas y otros funcionarios”[4].

¿Cómo rescatar a la democracia? La mirada nostálgica de Loughlin y el moderado optimismo de Gargarella

¿Qué hacer frente a esta situación? ¿Cómo reequilibrar la balanza entre constitucionalismo y democracia a favor de esta última? A mi juicio, el libro de Gargarella presenta una mirada no solamente más optimista[5], sino también más propositiva, que el de Loughlin, que se mantiene en un plano algo abstracto y, todo hay que decirlo, en cierto sentido nostálgico.

– Loughlin: democracia constitucional para superar el constitucionalismo. Para Loughlin, es necesario rechazar el constitucionalismo y reivindicar la democracia a través del concepto de democracia constitucional. Esta, nos dice el profesor británico, aspira a mantener, y no a resolver, la tensión entre dos conceptos de libertad: la libertad como autogobierno colectivo y la libertad como autonomía individual. En contravía de la aspiración habermasiana de disolver la oposición entre ambos conceptos de libertad mediante la tesis de la co-originalidad entre autonomía privada y autonomía pública[6], Loughlin plantea la imposibilidad de resolver definitivamente esta tensión y aspira a mantener a ambas en una situación de “irresolución productiva”, que le da a la democracia constitucional un carácter abierto y dinámico, sujeto siempre al control popular. “Como todos los regímenes modernos, la democracia constitucional implica el gobierno de una élite. Pero se distingue porque confiere a los ciudadanos el mismo derecho a elegir y ser elegido, y exige que todas las decisiones importantes estén sujetas al veredicto último del pueblo”[7].

Gargarella: explotar el potencial del constitucionalismo dialógico. En su reseña del libro de Gargarella, José Juan Moreso[8] sintetiza las propuestas del profesor argentino en tres puntos que “van de la mano con el nacimiento del constitucionalismo dialógico” y que, con cierta libertad, reformulo en los siguientes términos: (i) retirar la última palabra interpretativa a los jueces en los procesos de interpretación constitucional mediante la adopción de modelos de control judicial débil[9], como los de Canadá o Nueva Zelanda, o como en el modelo teórico de la justicia constitucional de la democracia deliberativaformulado por Roberto Niembro[10], que es en principio compatible con modelos de control judicial fuerte[11]; (ii) promover el uso de las “nuevas asambleas deliberativas” como la convención constitucional australiana de 1998 y la reforma constitucional crowdsourced de Islandia de 2009, en las cuales la ciudadanía se involucró de manera directa en la reforma o creación de textos constitucionales a través de mecanismos como minipúblicos deliberativos elegidos –parcial o totalmente– por sorteo; (iii) la introducción de mecanismos abiertos de participación ciudadana en procesos de revisión constitucional, como las audiencias públicas y el compromiso significativo, que tienen el potencial de democratizar el ejercicio de la justicia constitucional. Cabe señalar que si bien en El derecho como una conversación entre iguales Gargarella se presenta moderadamente optimista frente al potencial del constitucionalismo dialógico, en otros trabajos ha advertido contra el peligro de caer en un ingenuo optimismo y ha resaltado la importancia de mantener una perspectiva crítica en esta materia[12].

Constitucionalismo con adjetivos

En esta entrada presenté los rasgos generales de los libros de Gargarella y Loughlin, con el fin de invitar a su lectura y discusión. Se trata de dos libros que, sin duda alguna, tendrán un impacto significativo en la teoría constitucional y democrática de los próximos años. Como tal vez sea evidente, personalmente prefiero el trabajo de Gargarella al de Loughlin. Esto obedece a que considero que mientras el libro del profesor argentino mira al futuro y nos da algunas luces sobre cómo democratizar al constitucionalismo, el libro del profesor británico, con su tono algo nostálgico, parece mirar al pasado y ser poco propositivo frente a las posibles vías de acción para quienes aspiramos a construir un mundo más democrático que el actual[13].

Para cerrar, quiero retomar una idea planteada por Mark Tushnet[14] en su reseña de estas dos obras. Carlos Nino explicaba que las palabras no solamente sirven para referirse a cosas o designar propiedades, “sino que a veces se usan también para expresar emociones y provocarlas en los demás”[15]. Pues bien, el término “constitucionalismo” connota una carga emotiva positiva, por lo cual su uso puede favorecer a quienes claman luchar en su nombre. En contraste, irse lanza en ristre en contra de un concepto como el de constitucionalismo puede generar resistencias y rechazos. Por ello, y teniendo presente que es perfectamente posible formular y defender modelos de constitucionalismo diferentes a aquel objeto del ataque de Loughlin, resulta más conveniente insistir en la necesidad de desarrollar un constitucionalismo con adjetivos: democrático, popular, político, dialógico, deliberativo, entre otras posibilidades, en lugar de renunciar al uso de tan valioso término.


[1]Investigador predoctoral y estudiante del Doctorado en Derecho integrante del Grupo de Investigación de Filosofía del Derecho de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona), con maestría en filosofía política de la misma institución, maestría en políticas públicas de la Universidad de los Andes y pregrado en ciencias políticas de la Universidad EAFIT. Correo electrónico: alejandro.cortes@upf.edu. Cuenta de Twitter: @alecortesarbe.

[2] Roberto Gargarella, El derecho como una conversación entre iguales. Qué hacer para que las democracias contemporáneas se abran por fin al diálogo ciudadano (Siglo Veintiuno Editores, 2021), 62.

[3] Martin Loughlin, Against Constitutionalism (Harvard University Press, 2022), 38. Las traducciones de esta referencia son mías.

[4] Loughlin, 108.

[5] O tal vez la perspectiva de un pesimista esperanzado, como me sugirió Vicente Aylwin en una conversación sobre estos libros.

[6] Habermas expone la tesis de la co-originalidad entre autonomía privada y autonomía pública en los siguientes términos: “la autonomía privada y la pública se exigen mutuamente. Los dos conceptos son interdependientes; están relacionados entre sí por implicación material. Los ciudadanos pueden hacer un uso adecuado de su autonomía pública, garantizada por los derechos políticos, solo si son suficientemente independientes en virtud de una autonomía privada igualmente protegida en su conducta de vida. Pero los miembros de la sociedad en realidad disfrutan de su igual autonomía privada en la misma medida en que, como ciudadanos, hacen un uso adecuado de su autonomía política”. Jürgen Habermas, “Constitutional Democracy: A Paradoxical Union of Contradictory Principles?”, Political Theory 29, núm. 6 (2001): 767.

[7] Loughlin, Against Constitutionalism, 196.

[8] José Juan Moreso, “Gargarella sobre la democracia constitucional: un pequeño y sucio secreto”, Revista de Libros, el 28 de julio de 2022.

[9] Para la distinción entre control judicial fuerte y débil, me remito a la clásica definición de Jeremy Waldron: en los modelos de control judicial fuerte, los tribunales tienen la autoridad para rechazar la aplicación de un estatuto específico en un caso particular, para interpretarlo de manera que su aplicación se ajuste a la constitución, e incluso para excluir definitivamente piezas enteras de legislación del orden jurídico; en contraste, en los modelos de control judicial débil, los tribunales pueden examinar la legislación y evaluar su constitucionalidad, pero no tienen poder para excluirla definitivamente del orden jurídico ni negarse a aplicarla, ya que las legislaturas tienen derecho a anular las decisiones de los tribunales. Jeremy Waldron, “The Core of the Case Against Judicial Review”, The Yale Law Journal, 2006, 1354–55.

[10] Roberto Niembro, La justicia constitucional de la democracia deliberativa (Marcial Pons, 2019).

[11] No estoy afirmando que Gargarella defienda modelos de control judicial fuerte, pues el profesor argentino es sumamente crítico de estos. Sostengo que es partidario de retirar la última palabra interpretativa a los tribunales en materia de interpretación constitucional, y que desde mi punto de vista existen posibilidades de lograr lo anterior incluso bajo modelos fuertes de control judicial, siempre que se evite que se constituya un régimen de supremacía judicial.

[12] Roberto Gargarella, “Why Do We Care about Dialogue? ‘Notwithstanding Clause’, ‘Meaningful Engagement’ and Public Hearings: A Sympathetic but Critical Analysis”, en The Future of Economic and Social Rights, ed. Katharine G. Young, Globalization and Human Rights (Cambridge University Press, 2019).

[13] Aquí quisiera hacer una aclaración: solo digo que me gustó más el libro de Gargarella que el de Loughlin, pero de ninguna manera pretendo quitarle mérito al impresionante trabajo del profesor británico. De hecho, el libro de Loughlin contiene algunos elementos sumamente interesantes que no están presentes en el de Gargarella, como sus reflexiones sobre la expansión global del proyecto constitucionalista bajo un discurso de orientación cosmopolita. El “juicio” que expreso sobre mi preferencia por el libro del profesor argentino es únicamente una opinión personal, probablemente influida por mi admiración por la obra de Gargarella.

[14] Mark Tushnet, “Review Essay: For Constitutionalism” (Available at SSRN: https://ssrn.com/abstract=4209674 or http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.4209674, el 4 de septiembre de 2022).

[15] Carlos Santiago Nino, Introducción al análisis del derecho (Astrea, 2003), 15.


Para citar: Alejandro Cortés-Arbeláez “Por un constitucionalismo con adjetivos. A propósito de Gargarella y Loughlin” en Blog Revista Derecho del Estado, 13 de enero de 2023. Disponible en: https://blogrevistaderechoestado.uexternado.edu.co/2023/01/13/por-un-constitucionalismo-con-adjetivos-a-proposito-de-gargarella-y-loughlin/