Facultad de Derecho

La experiencia chilena y su aporte al constitucionalismo feminista

Lea más sobre el tema de la entrada en nuestra Revista:

Constitutional Dismembrement in Latin America

La naturaleza del control interno de convencionalidad y su disímil recepción en la jurisprudencia de las cortes chilenas

Una alternativa contra la hipertrofia de la justicia constitucional chilena

Por: Yanira Zúñiga Añazco[1]

A más de un mes desde que la ciudadanía chilena rechazara la propuesta constitucional emanada de la Convención Constitucional el significado e implicancias de ese resultado electoral para el porvenir de un proceso constituyente, aun abierto, en lugar de irse decantando permanecen todavía turbios. La extrema complejidad de la cadena acontecimientos que precedieron el plebiscito constitucional del 4 de septiembre (las movilizaciones que sacudieron al país desde octubre de 2019; el amplio apoyo ciudadano a una nueva constitución y a un órgano constituyente con alta representación de mujeres, indígenas e independientes, en 2020; los impactos sociales, políticos y económicos de la pandemia, las reñidas elecciones presidenciales, entre otros hechos) dificultan la determinación de las  causas explicativas de ese resultado y la ponderación de su peso específico.

Probablemente, solo la distancia que suministra el paso del tiempo permitirá una apreciación informada y relativamente desapasionada. Pero, la experiencia político-jurídica y el trabajo intelectual que teoriza sobre dicha experiencia a menudo no pueden permitirse el lujo de esperar que las condiciones de análisis sean las ideales. A veces hay que pensar al compás de los hechos, a punta de conjeturas, mediante ensayo y error.  Es lo que intentaré hacer aquí.

No pretendo concentrarme en los factores que pudieron haber incidido en el resultado del plebiscito constitucional de septiembre pasado, más bien, quiero hacer otro ejercicio especulativo: ocuparme de las repercusiones que dicho resultado podría tener a nivel global y a nivel local en la consolidación del constitucionalismo feminista. Me aventuraré, entonces, a esbozar algunas conjeturas sobre el destino que el tejido de cláusulas de género contenido en la propuesta de la Convención Constitucional puede llegar a tener en esos dos contextos.

Aportes del proceso chileno al constitucionalismo feminista

Como es de sobra conocido, el reciente proceso constituyente chileno levantó, entre otras expectativas, una relacionada con la posibilidad de corregir el déficit histórico del constitucionalismo en relación con las mujeres. Aunque es innegable que el constitucionalismo ha sido un paradigma extraordinariamente dinámico e igualizador, que se ha expandido desde liberal a lo social, diversificando en el camino sus contenidos y orientaciones; lo mismo que otros artefactos jurídicos no ha estado libre de los sesgos de género. Las constituciones han sido regularmente escritas por hombres y para hombres; y la práctica jurídica construida alrededor de ellas ha hecho de lo masculino el paradigma de lo humano y de lo público, desplazando lo femenino al terreno de lo singular y de lo privado.

La convergencia entre un órgano redactor estrictamente paritario y la revitalización global del movimiento feminista, alentaron la esperanza de que la experiencia chilena podría ser precursora de un cambio de profundo calado.  Las mujeres, transformadas por primera vez en protagonistas de un debate constituyente podrían escribir un guion propio, disponían de la inédita posibilidad de reinventar el set de herramientas constitucionales y ponerlo al servicio de preocupaciones históricamente desatendidas. El proceso chileno era, desde esta perspectiva, un experimento radicalmente alineado con un emergente constitucionalismo feminista.  Esta aproximación se alimenta de la teoría y praxis feministas y descansa sobre la voluntad de vertebrar una igualdad sustantiva de género en todas las esferas de la vida social. Más que una aproximación esencialista, reclama un abordaje dúctil y estratégico para enfrentar las históricas injusticias de género en un mundo signado por una creciente diversidad, globalización e incertidumbre.  Ese abordaje requiere hacerse cargo de los riesgos derivados de la vulnerabilidad de la condición humana (recientemente puesta de relieve a causa de la pandemia) e intervenir en las estructuras sociales que producen y estabilizan la desigualdad de género. El constitucionalismo feminista denuncia y cuestiona los límites de los modelos tradicionales de acercamiento a la (des)igualdad, promueve modelos y herramientas alternativas—como la paridad— y aboga por la atención a los contextos socioculturales.

No cabe duda de que la experiencia chilena recogió insumos del constitucionalismo feminista y aportó otros para su consolidación. Probablemente, la contribución más célebre, dado su efecto multiplicador, es la relacionada con la paridad.  La conformación estrictamente paritaria de la Convención Constitucional y la movilización feminista que le sirvió de sedimento y combustible suministraron evidencia invaluable que corrobora las bondades de este mecanismo. La paridad a la chilena (es decir, una paridad de resultado) transformó significativamente las coordenadas del debate constituyente dejando una visible huella tanto en las normas procedimentales que organizaron el trabajo de la Convención (por ejemplo, las relativas a las presidencias del pleno y de las comisiones, el uso de la palabra, la prohibición de formas de acoso, violencia y discriminación de género, y la conciliación entre la vida pública y familiar) como en las cláusulas sustantivas que le dieron cuerpo a su propuesta constitucional. El género devino así un verdadero hilo que enhebró buena parte de dicho documento. Esto se expresó en una treintena de cláusulas de género referidas a la igualdad (sustantiva), la violencia y discriminación de género, la apropiación del trabajo femenino, el reparto inequitativo del cuidado, los derechos sexuales y reproductivos, la paridad aplicada a diversos órganos y contextos; y la perspectiva de género en la administración de justicia.

Con todo, cabe preguntarse si “generizar” un texto constitucional es la clave para poner en práctica un constitucionalismo feminista. Después de todo, el constitucionalismo latinoamericano ha explorado antes el camino de la densificación de contenidos con resultados poco alentadores. Aun tratándose de una conjetura contrafáctica, creo que es posible responder afirmativamente a esa interrogante.

En primer lugar, porque, a diferencia del constitucionalismo ortodoxo, un constitucionalismo feminista acepta que las normas transformadoras tienen carácter aspiracional. No en el sentido de que son normas simplemente expresivas, simbólicas o testimoniales, sino porque delinean horizontes normativos escurridizos. Su vocación es catalizar transformaciones sociales de largo aliento, pavimentar el camino para reestructurar las jerarquías de género que han perpetuado a lo largo de siglos ciertas formas de reparto de poder entre hombres y mujeres y de convivencia social injustas. Así las cosas, los principios, derechos y hasta cierto punto los arreglos institucionales de una constitución feminista están llamados a proyectar un ideal de futuro democrático, una utopía constitucional en los términos de Peter Häberle. Por eso, sin descuidar el problema de la “sala de máquinas”, el potencial de cambio de dichas cláusulas (o su eficacia), necesariamente, debe apreciarse de manera proyectiva y prospectiva.

En segundo lugar, la propuesta de la Convención Constitucional chilena no es un conjunto cualquiera o caprichoso de cláusulas de género. Es un precipitado de la teoría y de la praxis feministas desarrolladas particularmente a partir del último tercio del siglo XX. Dos ejemplos sirven para demostrarlo. La propuesta se concentra en las estructuras que han sido sindicadas por el feminismo como vertebradoras del sistema patriarcal, es decir, el trabajo femenino, las relaciones de cuidado, la distribución de poder, la sexualidad y la procreación, la violencia masculina y las instituciones culturales, tales como la escuela. Dicha propuesta hace suya, además, la crítica feminista a la dicotomía público-privado; y reformula la relación entre esas dos esferas a través de un nuevo abordaje de la familia. Como es sabido, desde hace décadas la legislación y la jurisprudencia a lo largo del mundo vienen abandonando el modelo familiar naturalista y moralista que dominó el escenario jurídico hasta el último tercio del siglo XX. En su lugar, han ido perfilando una idea de familia más dúctil, histórica y voluntarista, en la que los intereses de sus integrantes son protagónicos y se reconoce que la familia es bisagra o intercambiadora entre lo privado y lo público (por ejemplo, como formadora de ciudadanos/as y como receptora de ayudas estatales). Pero, en rigor, la constitucionalización de la familia, es decir, la producción normativa de principios y reglas plasmadas en un texto constitucional con el fin de orientar desarrollos legales, administrativos y jurisprudenciales posteriores sigue siendo todavía una tarea tan pendiente como inevitable.  Encarar este desafío—como hizo la Convención Constitucional— precisa abandonar las categorías clásicas de inteligibilidad de la familia, saturadas de lógicas de género, y reemplazarlas por otras. En síntesis, obliga a “publificar” y “despatriarcalizar” esta institución.

La Convención Constitucional chilena se encaminó en esa dirección. Apostó por una definición porosa de la familia, abierta a distintas formas, expresiones y modos de vida, no condicionada por vínculos filiativos o consanguíneos, en la medida de que unas y otros fueran compatibles con la dignidad de sus integrantes y (art. 10). En contra de las concepciones clásicas, la familia aparecía en su propuesta como una institución evolutiva, inserta en contextos cambiantes (el art. 118 se refiere, por ejemplo, a la reunificación familiar en contextos de crisis humanitaria). Más que insular, ella devenía archipielágica. Se insertaba en un tejido amplio o en un continuo de relaciones que comprende lo personal, lo comunitario, lo social y lo estatal (véase, por ejemplo, arts. 26, 46 y 51). Aun cuando la Convención reconoció el valor y contribución de la vida familiar en la gestión de la dependencia y en la administración de riesgos sociales (“las trabajadoras y los trabajadores tienen derecho a una remuneración equitativa, justa y suficiente, que asegure su sustento y el de sus familias”, dice el art. 46 emulando el art. 23 de la Declaración Universal de Derechos Humanos), no adoptó una concepción idealizada de la familia. Al contrario, asumió que el espacio privado, incluida la familia, puede ser un lugar en la que violencia contra la infancia (art. 26 Nº 4), las mujeres y las diversidades sexuales (art. 27) proliferen.

 Por todo lo anterior, la Convención Constitucional chilena tomó distancia de la teoría  clásica de las dos esferas. Esta, asume, por un lado, que en el espacio privado-familiar no se producen injusticias o maltratos, que dicho espacio tutela la autonomía individual de todas las personas por igual; y abarca asuntos y decisiones que solo incumben a los partícipes de esas relaciones. Por el otro, que el espacio público cobija, en cambio, asuntos y decisiones que le interesan a la sociedad toda a cuya adopción podría concurrir cualquier persona sin discriminación o perturbación.

Por último, la propuesta de la Convención Constitucional fue radicalmente innovadora en su manera de acercarse a la experiencia femenina y perfilar su vínculo con el cuidado y la interdependencia. No la trató como una singularidad o como una excepción, sino como una experiencia que sociológicamente atañe a todas las personas por igual y debe, por consiguiente, universalizarse, tanto en sus ventajas como en sus costos. La conexión con otros, enquistada en la experiencia social de ser mujer, fue objeto de tratamiento integral, es decir, considerando sus valores, responsabilidades y riesgos. Esta característica de la propuesta es especialmente digna de mención aun cuando haya pasado relativamente desapercibida.  Mirada bien, ella desmiente, al menos en parte, a quienes han visto en el debate constitucional chileno reciente y, en particular en la discusión de cláusulas de género, los peores fantasmas de una política esencialista o de la identidad.

 En realidad, la propuesta de la Convención contempló varias derivas universalistas. Por ejemplo, se refiere a la interdependencia como un descriptor de las personas (art. 4), de las relaciones entre estas, entre los pueblos, y entre unas, otros y la naturaleza (art.8); y, a la vez, como una característica del conjunto de los derechos humanos (art. 17). Además, el cuidado fue considerado una parte fundamental y transversal de la condición humana asociándole un conjunto de derechos y obligaciones, los cuales no solo remiten a las mujeres. A saber, ahí se consagró un derecho universal a cuidar, ser cuidado y autocuidarse.  Se obligaba al estado a garantizar condiciones de dignidad y corresponsabilidad; así como a establecer un sistema integral de cuidados (art. 50). Se reconocía el valor social y económico del cuidado y del trabajo doméstico con independencia de quien lo realice (art. 49) y se aseguraba prestaciones sociales a quienes ejerzan tales funciones o actividades (art. 45).

Perspectivas frente a la (eventual) nueva etapa constituyente

El compromiso que tanto la derecha como la izquierda habían declarado durante la campaña del plebiscito recién pasado con el impulso, en su caso, de reformas o de un nuevo proceso constituyente, según si el resultado electoral favorecía al Apruebo o al Rechazo, ha sido puesto en duda recientemente debido a la tensión que la definición de las coordenadas de un nuevo itinerario constitucional produce.  De hecho, hace unos días, un histórico dirigente socialista sinceraba que “las posibilidades de que Chile tenga una nueva Constitución son 50-50”.

Evidentemente, ese escenario es preocupante. Pero también lo es el escenario alternativo:  avanzar en una discusión cuyas coordenadas de deliberación sean verticalmente impuestas por quienes se han erigido como intérpretes y representantes de la opción triunfante en el plebiscito.

El dilema se produce porque en diversas declaraciones, oficiales y oficiosas, los partidos de la coalición opositora al gobierno, promotores de la opción Rechazo, han delineado sus nociones de “mínimos comunes” o “bordes constitucionales” (materias sustraídas del eventual debate constituyente futuro) y sugerido ciertos diseños procedimentales del nuevo proceso cuyos efectos son socavar, abierta u oblicuamente, algunos de los aspectos claves de la agenda de género que hace unos meses atrás parecía navegar con vientos a favor.

Así, por ejemplo, en un documento titulado “Acuerdo Constitucional: Cambios con seguridades y principios claros para Chile”, difundido a pocas semanas del plebiscito, la coalición de derecha marcó terreno. Ahí sostuvo que “el 62% de la ciudadanía que rechazó el texto de la Convención permite dar por sentado ciertos mínimos comunes, que debiesen ser planteados como principios del proceso constitucional”. Entre ellos se incluía, “la protección del derecho a la vida” en una alusión evidente a la clausura de la discusión sobre derechos reproductivos.

Nada de esto es sorprendente. Esos mismos sectores se opusieron a prácticamente todas las agendas relacionadas con la igualdad de género promovidas en las últimas décadas.  También se habían opuesto a la incorporación de la paridad de resultado en la configuración de la Convención Constitucional, argumentando que ello equivalía a “meter la mano en la urna”. Durante la campaña, eso sí, fueron deliberadamente ambiguos en lo referente a estos asuntos. En particular, a qué modalidad de la paridad (y también de la igualdad), se considerarían “pisos mínimos”, de ganar el Rechazo. Recientemente ha trascendido que un amplio sector de la derecha estaría a favor, en el mejor de los casos, de la paridad de entrada (reserva de cupos en lista electorales) y no de la paridad de salida, lo cual sería una regresión o, más exactamente, un fenómeno de backlash. El backlash es, en rigor, una reacción de sectores conservadores dirigida a reconquistar el poder perdido sirviéndose de su recobrada posición dominante.

Para apreciar esto es importante tener presente que no hay evidencia que sugiera que la paridad causa rechazo en la ciudadanía, antes o ahora. Por una parte, fue la ciudadanía la que favoreció una convención paritaria frente a una modalidad alternativa en el plebiscito que desencadenó el itinerario constituyente.  Por la otra, los estudios de opinión que intentan descifrar las causas del rechazo ciudadano a la propuesta de la Convención Constitucional sugieren que la paridad no tuvo incidencia en dicho resultado o de haberlo hecho, su influencia sería marginal.

En la lectura tendenciosa del plebiscito usada para fortalecer la posición de negociación de esos sectores conservadores hay también trazos de formas sutiles de backlash. Estas consisten en prácticas de silenciamiento, deslegitimación o ridiculización de una extensa órbita de demandas sociales (entre las cuales se encuentran los temas de género), las cuales se han colocado, convenientemente, en la vereda de la opción rechazada por la ciudadanía, pese a la evidente imposibilidad de atribuir el resultado del plebiscito a un solo factor, tema o propuesta, dada la complejidad del texto plebiscitado y el carácter binario de dicha elección. El propósito de ello es previsible: clausurar la discusión sobre este grupo de asuntos sin necesidad siquiera de incluidos todos bajo el borroso paraguas de los llamados “bordes” constituyentes.

En síntesis, en el punto en el que nos encontramos ahora, no es fácil anticipar el devenir de la discusión constitucional de género en Chile. Bien podría ocurrir que se capitalizara parte del avance empujado al interior de la Convención Constitucional dada la inercia que los movimientos sociales imprimen al debate político. También podría ocurrir que la próxima etapa constituyente, de realizarse, sea un punto muerto, es decir, en contraste con la recién pasada algo parecido a un sueño que se acaricia antes de despertar abruptamente. O bien podría ser que una nueva etapa constituyente incube un retroceso en estas y otras materias. Algo así, retomando la metáfora anterior, como pasar de un sueño a una pesadilla. Todas esas opciones permanecen abiertas actualmente y solo el futuro dirá cuál se concreta.


[1] Doctora en Derecho y Profesora Titular de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Austral de Chile, donde dicta cursos sobre género y derechos humanos.


Para citar: Yanira Zúñiga Añazco, “La experiencia chilena y su aporte al constitucionalismo feminista” en Blog Revista Derecho del Estado, 26 de octubre de 2022. Disponible en: https://blogrevistaderechoestado.uexternado.edu.co/2022/10/26/la-experiencia-chilena-y-su-aporte-al-constitucionalismo-feminista/