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El Congreso de la República y el hecho del desacuerdo social

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Por: Elena María Escobar Arbeláez[1]

Columnista del Blog RDE

El pasado 13 de marzo se eligió en Colombia un nuevo Congreso. En esa elección hubo un ligero cambio de la composición del Parlamento hacia el espectro político de centro-izquierdas y una modesta renovación de los y las congresistas. En esa jornada electoral, también se eligieron personas de los “tradicionales” clanes políticos regionales, algunos de ellos y ellas con investigaciones en curso. Hubo denuncias de compra de votos, de corrupción electoral e incluso de constreñimiento al sufragante (sobre todo en los territorios electorales de las curules de Paz). En relación con esta jornada electoral ya hay varios análisis, que no pretendo reproducir aquí. Me interesa más bien tomar las elecciones como pretexto para poner en discusión la siguiente pregunta: ¿Cuánta atención le estamos dando desde el derecho constitucional colombiano al Congreso de la República?

La pregunta surge porque, a pesar del clientelismo, de la infiltración de mafias y clanes, de la corrupción electoral y parlamentaria, e incluso de los errores más simples –y digamos “bien” intencionados– que hoy están presentes en el Legislativo, no podemos renunciar a pensarlo –al menos normativamente– como el órgano de representación popular por excelencia (Waldron, 1999). No es posible si queremos seguir afirmándonos como una democracia constitucional. Activar la dignidad del Parlamento sin duda es un presupuesto ineludible para mejorar la calidad democrática en el país y para disminuir la presión que existe sobre la rama judicial como contrapeso del Ejecutivo, en especial, la que existe sobre la Corte Constitucional. Para que ello ocurra se requiere la conjunción de muchos factores (sociales, culturales, políticos, económicos, comunicacionales, entre muchos otros). Pero quiero aquí llamar la atención sobre un tema, un tanto descuidado en el derecho constitucional colombiano, como las teorías de la legislación.

Como nos recordó Alejandro Cortés- Arbeláez en su reciente columna, Jeremy Waldron es mundialmente conocido por su crítica al control de constitucionalidad de leyes. Sin embargo, este filósofo también ha emprendido un camino para que desde la filosofía del derecho y desde el derecho constitucional, se desarrolle una teoría de la legislación que reivindique el hecho del desacuerdo social y moral como una cuestión central en las sociedades contemporáneas.

En dos de sus trabajos más conocidos Derecho y Desacuerdos (2005) y The dignity of legislation (1999), Waldron defiende la idea de que la legislación tiene una especial dignidad, en tanto es un tributo que pagamos por el logro de una acción colectiva, concentrada y cooperativa en las circunstancias modernas de la política. Estas circunstancias son: a) el hecho de que como comunidad necesitemos ejecutar acciones comunes sin las cuales no llegaríamos a determinados objetivos; y b) la necesidad de llegar a esa acción colectiva a pesar de nuestros desacuerdos sociales y morales.

Sin ánimo de hacer aquí un resumen pormenorizado de la teoría de la legislación que propone Waldron, me interesa señalar una lección que podemos destacar de cara a la revisión de la actividad del Congreso, desde el derecho constitucional en Colombia: El hecho del desacuerdo y la fragmentación del Congreso.  

Después de las pasadas elecciones el Congreso de Colombia quedó fragmentado. Las cifras del pre-conteo mostraron que en el Senado entraron al menos 10 partidos, coaliciones de partidos o fuerzas políticas. Por su parte, en la Cámara de Representantes los partidos o coaliciones de partidos fueron alrededor de 18. Con esas cifras es muy improbable que las leyes sean producto de una unánime e inequívoca voluntad. Por el contrario, serán más bien producto de amplias negociaciones políticas, de transacciones –legales o no–, de pactos interpartidistas, etc.

La fragmentación del Congreso en Colombia no es una cuestión novedosa de 2022, y más bien es una tendencia que viene en incremento desde hace ya varios años, en especial, a partir de la ruptura del bipartidismo político que supuso el nuevo régimen constitucional de 1991. Sin embargo, desde la teoría del derecho, se sigue pensando en la legislación como un producto de la voluntad parlamentaria, como si este ente fuera un ente único e íntegro. Esta perspectiva da un importante valor al consenso, pero supone que el desacuerdo social, no es más que un fallo en el sistema que debe y puede ser “reparado”.  

Waldron (2005) propone que los Parlamentos hoy en día deben ser vistos como una representación del pluralismo social y entenderlos de esta manera, nos permite hacer –desde la teoría del derecho– lecturas diferentes del proceso de producción normativa. Dice este autor que el comportamiento de los Parlamentos rara vez es estudiado por los teóricos del derecho, que se sienten más cómodos reproduciendo el mito del ente unitario. Por el contrario, otras disciplinas como la ciencia política evidencian que la legislación no es el resultado de una voluntad única, sino que en el proceso de producción normativa se desarrollan diversas dinámicas en las cuales están inmersos los grupos de interés, los lobbies políticos, algunas organizaciones sociales, entre otras.

Para la teoría del derecho, la evidencia de tales dinámicas no ha sido importante, pero Waldron nos invita a no desechar esta realidad, sino a integrarla. La idea es empezar a ver la actividad del Parlamento con una mirada parecida a la de los politólogos, pero con una intención más que descriptiva. Con la intención de formular una teoría de la legislación que sirva a la teoría del derecho y al hecho de que se piense en la ley, de nuevo, como una fuente legítima de derecho que merece respeto y dignidad.

Este proceso es teorizado por Waldron a partir de un tipo de reglas: las procedimentales. En este grupo estarían aquellas que se ocupan de regular el orden y la calidad de los debates parlamentarios. Estas moldean las estructuras parlamentarias (tamaño y diversidad), las reglas de representación (pluralidad), las reglas sobre audiencias y comparecencias, sobre debates, votaciones o enmiendas, quorums, entre otras. Este tipo de normas están consagradas en Colombia en la Ley 5ª de 1992 y en una importante jurisprudencia de la Corte Constitucional[2]. En todo caso, el llamado de Waldron es, entonces, a prestar mayor a atención a las formas y los procedimientos de producción legislativa. Él está convencido que es en el respeto de tales formas en donde se desarrolla el ideal republicano de autogobierno, se respeta la igualdad política de la ciudadanía y se logra un ambiente deliberativo óptimo.

Suscribo ese llamado de atención, al que sumo una razón más de apoyo: la fragmentación del Congreso colombiano puede llegar a suponer una ventaja para la democracia, si se canaliza debidamente el desacuerdo social representado en el Parlamento. Lo anterior, ya que la fragmentación implica que haya un amplio abanico de pareceres que –como explica Waldron adoptando una perspectiva aristotélica–, ponen en común circulación un cúmulo de experiencias que habilitan la toma de mejores decisiones. Ahora para que esto sea posible hay que insistir en discusiones ordenadas y reguladas, que suponen el estricto respeto de las formas y los procedimientos legislativos.

Es claro que Waldron parte de una visión procedimientalista de la democracia. La pregunta que surge es si este tipo de teorías son viables en una democracia sustantivista como la colombiana. Hoy en día la respuesta es afirmativa, y gracias a las reflexiones que al respecto ha promovido R. Gargarella, sobre las particularidades del constitucionalismo en los países de América Latina, puede dársele otra mirada a estas propuestas[3]. Así lo propone, R. Niembro, en un reciente artículo publicado en la Revista Derecho del Estado, titulado “Dos lecturas de la teoría de la justicia constitucional de Roberto Gargarella”. En este artículo, Niembro resalta la mirada eminentemente procedimentalista y la mirada trasformadora, que puede surgir de la protección de los procedimientos de producción normativa. De cierta manera, esta mirada transformadora propone una visión compatible de las exigencias procedimientales y sustantivistas de las democracias constitucionales.

Así, a pesar de la crítica waldroniana al control de constitucionalidad de leyes, en Colombia, por ejemplo, podemos ver que la Corte Constitucional ha sido un árbitro importante que ha hecho respetar las reglas de los debates parlamentarios[4]. Esta no es la función más alabada y visible de la Corte, pero es de indudable trascendencia cuando se evalúa el aporte del Tribunal Constitucional a la democracia colombiana.

En todo caso, y para volver al foco, lo que me interesa recordar aquí es que poner el desacuerdo como una cuestión central en nuestra sociedad, pasa por repensar –en términos de compatibilidad– las visiones procedimentalistas y sustantivistas de la democracia. Con esa meta en mente, se pueden trazar las líneas sobre las cuales se desarrolle una teoría de la legislación que no presuponga que el Congreso es un ente unitario, sino una institución fragmentada.  

Ahora bien, es claro que bajo el actual paradigma del Estado constitucional son necesarias un segundo tipo de reglas. Este segundo grupo de reglas serían las relacionadas con el tipo de razonamiento que se exige al legislador. ¿Deberíamos exigir ciertos niveles de razonabilidad o justificación a las decisiones legislativas?, ¿la razonabilidad o nivel de justificación de las decisiones legislativas debe ser igual a la exigida (o mejor teorizada) para el razonamiento judicial?, ¿varía el test si estamos en un ámbito eminentemente judicial o en uno jurídico-político? La invitación es a pensar en estas cuestiones, ya que el estudio del razonamiento legislativo, en concordancia con valores democráticos, pluralistas y procedimentales, es esencial para la construcción de una teoría constitucional completa.

Finalmente, una última clave para dar respuesta a tales preguntas, pasa por traer simetría a la forma en que se evalúan las actuaciones de los Legislativos y las actuaciones de los Tribunales. Según Waldron, en la teoría del derecho contemporánea se comparte una visión muy rosa de los Tribunales como foros de principios, que contrasta con una visión pesimista del Legislador (Waldron, 1999 y 2005). Colombia no ha sido ajena a esa generalización, en especial, gracias a la gran labor que ejerce la Corte Constitucional en el país. Sin embargo, no deberíamos –como constitucionalistas– conformarnos con las versiones pesimistas de los Parlamentos y quedarnos en ello como estrategia para legitimar a la Corte. No creo que fortalecer una mirada al Congreso implique necesariamente debilitar a la Corte. Sabemos que los debates actuales ya no se mueven en esa dualidad, ahora solo falta asumir la tesis de la complementariedad con mayor convencimiento. 

En todo caso, y guardando las precauciones que debemos tener cuando se importan teorías a contextos para los cuales no fueron pensadas, mi pregunta sigue siendo ¿Cuánto y en qué medida estamos pensando en el Congreso de la República desde el derecho constitucional? creo que para dar respuesta a esta pregunta de una manera profunda, se deben fomentar los estudios sobre el rol del Congreso en Colombia, y también de que se explique suficientemente su papel en la dogmática y enseñanza del derecho constitucional.


[1] Estudiante de doctorado en derecho de la Universidad Carlos III de Madrid. Magíster en Derecho Constitucional por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid. Abogada especialista en Derecho Constitucional y en Derechos Humanos y Mujeres. Ex-funcionaria la Corte Constitucional de Colombia. Miembro de los comités editoriales de IberICONnect.blog, el Blog de la Revista Internacional de Derecho Público en Iberoamérica y de Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad de la Universidad Carlos III de Madrid y columnista del Blog de la Revista Derecho del Estado.

[2] Ver, por ejemplo: Corte Constitucional, Sentencias C-947 de 1999, C-737 de 2001, C-872 de 2002, C-241 de 2006, C-1142 de 2008, C-786 de 2012, C-084 de 2019, entre muchas otras.

[3] En los trabajos de R. Gargarella inicialmente puede encontrarse una visión particularmente influenciada por J. H. Ely y su propuesta de un control de constitucionalidad eminentemente procedimientalista. Sin embargo, el profesor argentino pone en evidencia que tal teoría fue propuesta para un contexto muy diferente al de América Latina. Por ello, reformula sus críticas y su teoría del control de constitucionalidad pensando en los dramas particulares de la región como la desigualdad social, política y económica, la concentración del poder y los déficits democráticos. Su preocupación lo ha llevado a explorar fórmulas dialógicas o deliberativas de justicia constitucional viables para los países de la región.      

[4] Ver, por ejemplo, Corte Constitucional, Sentencias C-543 de 1998 y C-332 de 2005, sobre el principio de consecutividad en el proceso legislativo; C-313 de 2004 y C-668 de 2004, sobre ausencia de discusión parlamentaria; C-333 de 2005, sobre la falta de anuncios previos para votaciones; C-685 de 2011, por no publicidad de los proyectos de ley para debates; o C-740 de 2013, sobre la prohibición de simultaneidad en las sesiones de ambas cámaras.


Para citar: Elena María Escobar Arbeláez, “El Congreso de la República y el hecho del desacuerdo social” en Blog Revista Derecho del Estado, 1 de abril de 2022. Disponible en: https://blogrevistaderechoestado.uexternado.edu.co/2022/03/31/el-congreso-de-la-republica-y-el-hecho-del-desacuerdo-social/