El proceso constituyente y su futuro después del plebiscito
Atria, F. 2022.
El Proceso Constituyente y su futuro después del plebiscito
Fundación La Casa Común. , 2-21.
Lea más sobre el tema de la entrada en nuestra Revista:
Constitutional Dismembrement in Latin America
Una alternativa contra la hipertrofia de la justicia constitucional chilena
Por: Fernando Atria
Toda derrota reclama una explicación política. Explicar una derrota no es mostrar que no fue una derrota, sino buscar sus causas y su significado político. Las causas pueden ser más o menos profundas, pueden afectar de modo más o menos radical el proyecto político que fue derrotado, y por eso una explicación sugiere un curso de acción para el futuro.
El plebiscito de septiembre
La demanda transformadora y su recepción en la propuesta
Cuando en noviembre de 2019 se llegó al acuerdo que hizo posible el proceso constituyente, la celebración fue generalizada, aunque no unánime. Lo que ese acuerdo había mostrado era la capacidad de la “clase política”, en un momento especialmente difícil, de dar cauce institucional a la crisis. Esto supone distinguir dos cosas: la demanda por transformar los términos fundamentales de la convivencia, por un lado, y la vía mediante la cual esa demanda fue institucionalmente canalizada. El plebiscito de octubre de 2020 mostró que la orientación constituyente de esa demanda de transformación fue acertada, en el sentido de que logró interpretar a la sociedad.
No fue la única manera en que esa demanda se manifestó después de octubre de 2019. También se manifestó en la elección de un gobierno que representaba del modo más evidente posible esa misma demanda transformadora.
Es importante distinguir la demanda trasformadora que irrumpió incontenible en octubre de 2019 de la vía institucional que se le dio en el proceso constituyente. Esa demanda no es algo que simplemente cayó del cielo, es algo que se había manifestado, cada vez con más fuerza, desde las movilizaciones estudiantiles de 2006. Quienes siempre se opusieron a esas transformaciones dicen, ahora, que el resultado del plebiscito debe llevar al gobierno a abandonar su programa de transformaciones, lo que sería un error de sobreinterpretación. No fue esa agenda transformadora lo que se plebiscitó el 4 de septiembre, sino la forma específica que asumía en el texto constitucional propuesto.
Distinguir estas dos dimensiones e identificar correctamente qué fue lo rechazado es crítico y requiere, por eso, de especial atención.
¿Que fue lo rechazado?
En el plebiscito del 4 de septiembre cada votante debía asumir una posición binaria respecto de una cuestión compleja. En las escuelas de derecho la Constitución se estudia por 2 o 3 semestres como un ramo obligatorio. Los votantes debían formarse una opinión sobre la Constitución informándose por su propia cuenta en solo dos meses.
Tomando esto en consideración, Roberto Gargarella ha sostenido que un plebiscito ratificatorio de un proyecto constitucional es un “error constituyente”, porque es un caso de “extorsión electoral”:
Esos plebiscitos no sólo no le permiten a la ciudadanía “matizar” alguna propuesta, desechar alguna cláusula particular, o agregar alguna cuestión que el conjunto considera fundamental, sino que la colocan en una situación “extorsiva”. En tales casos, y por dar otro ejemplo, se obliga a los ciudadanos a votar en favor de una nueva reelección presidencial, para permitir la consagración de nuevos derechos sociales; o se los compromete con un sistema judicial a la vieja usanza, seduciéndolos con la inclusión de un nuevo listado de derechos humanos. En estas comunes ocasiones, el ciudadano termina viéndose obligado a apoyar lo que enfáticamente repudia, para poder avanzar lo que realmente suscribe.
Lamento estar en desacuerdo con lo planteado aquí por Gargarella. Sin perjuicio de que pueda ser o no correcta según las circunstancias, su objeción no es concreta, no atiende a las circunstancias, es abstracta y se refiere a cualquier plebiscito referido a “cuestiones vastas, complicadas y de largo alcance (así, por ejemplo, como ocurriera en los casos del ‘Acuerdo de paz’ en Colombia o el ‘Brexit’, en Gran Bretaña)”. En esa generalidad está, en mi opinión, su error. Un plebiscito como el plebiscito de salida en el caso del proceso constituyente chileno no debe ser entendido como una respuesta ciudadana a cada parte de la decisión constituyente, sino un juicio global sobre la nueva Constitución. En ausencia del plebiscito, si hubiera bastado el hecho de ser acordada la propuesta por la Convención Constitucional, la decisión ciudadana habría sido más gruesa, no menos: ella habría sido una decisión de aprobación previa de cualquier cosa que la Convención decidiera, tomada por cada ciudadano al momento de votar por los miembros de la Convención. Al tener la posibilidad de pronunciarse en un plebiscito de salida, la ciudadanía retiene la posibilidad de emitir un juicio general sobre el trabajo de la Convención, una posibilidad que es relevante no solo por lo que pueda ocurrir el día de la votación, sino porque el hecho de que enfrentar un plebiscito de salida debería proyectarse durante el trabajo de la Convención. Esto fue lo que no ocurrió en el caso chileno, y explicarlo sin duda será parte de la discusión futura sobre ese proceso constituyente. En mi opinión, parte importante de la explicación de por qué la Convención Constitucional ignoró la necesidad de validar lo hecho en el plebiscito de salida es que el categórico resultado del plebiscito de entrada, en que la nueva Constitución hecha por una Convención Constitucional obtuvo un abrumador triunfo con el 80% de los votos, llevó a buena parte de los miembros de la Convención a pensar que el plebiscito de salida estaba ganado de antemano, por lo que el único problema que la Convención enfrentaba era el de lograr una articulación interna que permitiera acordar una propuesta de texto constitucional que pudiera ser sometida a plebiscito.
Lo anterior es importante al momento de juzgar el sentido político del resultado del plebiscito. Precisamente porque un plebiscito no es apto, como sostiene Gargarella, para emitir un voto diferenciado respecto de los distintos contenidos de la propuesta constitucional, no es razonable entender que el voto Apruebo significaba conocimiento y aceptación de cada norma de la propuesta y el voto Rechazo lo contrario. A mi juicio, por razones a ser explicadas más adelante, el voto ciudadano fue mucho más un voto sobre la Convención y su trabajo que sobre el texto constitucional propuesto por la Convención.
De hecho, durante la campaña diversos sectores del propio Rechazo afirmaron estar de acuerdo con distintos aspectos de la propuesta de nueva Constitución, lo que muestra la fuerza ya innegable de la demanda de transformación a la que hemos hecho referencia. En efecto, la campaña del Rechazo buscó convencer al público de que votar rechazo no significaba oponerse al Estado social, a la paridad, al reconocimiento de los pueblos indígenas y del carácter multicultural de Chile (aunque si a la plurinacionalidad), etc. Por consiguiente esas ideas no solo no fueron rechazadas, sino que en la campaña se mostraron como ideas comunes, algo sobre lo que volveremos.
Pero es evidente que hay algo que fue categóricamente rechazado. En mi opinión, lo rechazado fue la forma que la propuesta transformadora demandada por la sociedad había asumido en el texto aprobado por la Convención constitucional.
La pregunta que sigue es por qué esto fue rechazado.
¿Por qué el Rechazo?
Hay un sentido, por cierto, en que esta pregunta tiene tantas respuestas como votos por el Rechazo: algunos rechazaron porque querían mantener la Constitución de 1980, otros para manifestar su rechazo al gobierno, otros porque estudiaron el texto y lo consideraron inadecuado, otros porque estaban en desacuerdo con algún contenido especialmente importante, etc. Pero creo que la magnitud del voto Rechazo muestra, en mi opinión, que hubo una suerte de posición razonable por defecto de rechazar, y que eso decidió el plebiscito. ¿Qué la explica?
Mi respuesta inicial es la siguiente: se trataba de una transformación enorme, en una multitud de dimensiones; muchas más, de hecho, que las que habían estado en el estallido y el proceso que llevó a él. Toda transformación es en alguna medida una apuesta, es dejar lo conocido a nombre de algo prometido pero todavía no conocido en la experiencia. Por eso, ante una transformación de esa magnitud, las personas no podían sino experimentar una suerte de vértigo. Con este vértigo, las personas buscaron en la campaña seguridad acerca de la conveniencia de la transformación propuesta.
Pero la campaña no respondió al patrón esperable. Lo esperable era que los partidarios del Apruebo explicaran por qué aprobar y los del Rechazo por qué rechazar, refiriéndose, obviamente, a la misma propuesta. Es decir: lo esperable era que ambas campañas asumieran posicionamientos contrastantes respecto del mismo contenido. Pero en vez, los ciudadanos observaban dos bandos que no disputaban acerca de lo deseable (la propiedad de la vivienda, la continuidad de la educación particular subvencionada, la igualdad ante la ley, la unidad del Estado, etc.), sino sobre qué es lo que la propuesta contenía.
Esto transmitía al ciudadano que la propuesta era al menos ambigua, y probablemente negativa. Las ambigüedades acusadas eran, en mi opinión, falsas o al menos tendenciosas, pero fueron suficientemente creíbles como para hacer del Rechazo la posición razonable por defecto.
¿Es razonable entender que esta es la razón que explica el abrumador 61%? Es un lugar común decir que no, que esta explicación es inaceptable. Nótese: no se critica que sea incorrecta, sino inaceptable, porque implicaría “faltar el respeto” a los votantes, tratarlos como “tontos”, “rotearlos” incluso.
Por cierto no creo nada de eso. Reconocer el éxito de una campaña de desinformación y manipulación no es asumir un déficit en los destinatarios de esa campaña. Al menos desde el plebiscito del Brexit en el Reino Unido y la elección de Trump se ha discutido con intensidad el poder manipulativo de campañas diseñadas sobre la base de la enorme cantidad de información disponible a través de aplicaciones como Facebook por compañías como Cambridge Analytica. En el mundo (y también en Chile, antes del plebiscito), esto es visto como un grave riesgo para la democracia. Chile no se caracteriza por tener una discusión pública más sofisticada o un sistema de medios más plural que países como el Reino Unido y Estados Unidos, por lo que lo que ha ocurrido en ellos puede perfectamente ocurrir aquí.
¿Por que fue tan eficaz la campaña de desinformación?
Pero el solo hecho de que haya habido una campaña que buscaba desinformar o crear ambigüedades no explica el éxito de esa campaña. Por consiguiente, nuestra siguiente pregunta debe ser: ¿Por qué ese éxito? ¿Por qué fue posible instalar en el sentido común que la Constitución llevaría a la expropiación de la vivienda, a la fragmentación del Estado por la plurinacionalidad, a la abolición de la educación particular subvencionada, etc.? Para responder esta pregunta no es suficiente apuntar a la falta de pluralismo de los principales medios de comunicación, porque eso no es una característica de esta elección particular sino de todas; Tampoco es suficiente apuntar a la enorme cantidad de recursos materiales que se gastaron en la campaña del Rechazo, porque esa diferencia ha sido siempre así; No sirve apuntar al hecho de que esa campaña se refería a cosas que importaban mucho a la gente, porque precisamente respecto de esas cosas importantes las personas estarán atentas a lo que se discute, y entonces podrán comparar información de diversas fuentes. Y por alguna razón ciertas fuentes resultaron ser más convincentes que otras.
Considérese el caso de la idea de que la propuesta acabaría con la educación particular subvencionada por el Estado. Quienes sostenían esto ya habían dicho exactamente lo mismo hace unos años, cuando en 2015 se aprobó la ley de inclusión educativa. Y precisamente las personas a las que la educación particular subvencionada les importa especialmente son quienes mejor saben que la educación particular subvencionada no se acabó después de la ley de inclusión, pese a todas esas fatalistas predicciones. ¿Por qué esa campaña resultó ser inmune al efecto “viene el lobo”? ¿Cómo es que fue creíble en una época de desconfianza, y cuando la propia conducta pasada de quienes transmitían esa información daba razones tan precisas para dudar?
Como es fácil anticipar que en el futuro el uso de estrategias de desinformación será más común, es decisivo entender qué es lo que en este caso explica la extraordinaria efectividad de esas estrategias.
La Convención dio credibilidad a las críticas a la propuesta
La propuesta de nueva Constitución era una invitación a una transformación enorme. Para votar, entonces, había que formarse una opinión respecto de ella. ¿Cómo hacerlo?
La manera más obvia y directa es: estudiando el texto con detalle. Me consta que muchas personas hicieron esto, pero creo que es claro que solo un porcentaje escaso tomó este camino.
La segunda posibilidad, si la primera no está disponible, es atender a la campaña, que después de todo para eso es. Pero como también hemos observado, en la campaña lo que las personas veían eran bandos acusándose recíprocamente de mentir. Esto obligaba al elector a decidir a quién creer. Y para eso necesitaba formarse una opinión sobre el contenido de la propuesta, lo que lo dejaba en exactamente la misma posición en que estaba antes.
La posibilidad que va quedando es mirar, antes que al contenido del texto propuesto, a quién lo propuso, a quienes apoyaban una u otra opción, y a sus características generales. Si quienes hicieron esta propuesta eran vistos como sujetos que actuaron con seriedad, con preocupación por Chile, con respeto, entonces era razonable asumir que lo que propusieron fue hecho con esos atributos, y entonces es algo que es bueno para Chile, que es serio, que es respetuoso de todos; si quienes apoyaban una u otra opción se alineaban de acuerdo a alineamientos tradicionales, entonces el votante podía usar esos alineamientos tradicionales para decidir su voto; si las características generales de la propuesta (su “lejos”, por así decirlo) eran razonables, entonces la propuesta podía ser considerada como razonable. Y en cada una de estas dimensiones lo que las personas vieron daba credibilidad a la acusación de, en el mejor de los casos, ambigüedad.
Primero, la Convención Constitucional. Lo que las personas vieron fue a Rodrigo Rojas Vade reconocer que había llegado a la Convención no solo mintiendo, sino con una mentira especialmente insultante para muchas víctimas del cáncer; vieron a una convencional gritándole a pocos centímetros de su cara a Carmen Gloria Valladares, quien participaba como representante de la república, en el acto inaugural; vieron a una orquesta de niños que fue interrumpida a gritos en el mismo acto; vieron convencionales disfrazados de personajes de animé fotografiándose en el podio del hemiciclo; vieron convencionales que votaban descalzos o desde la ducha; vieron convencionales recorriendo los pasillos del Congreso haciendo sahumerios y escondiendo amuletos para espantar los malos espíritus; vieron a una convencional insultando jocosamente a la Convención mientras hacía una prueba de audio para un punto de prensa; vieron a la mitad del hemiciclo tratar de “traidores” a otros a gritos; vieron que la Convención se resistía a invitar a los ex presidentes al acto de cierre; vieron actuaciones que daban cuenta de un ánimo revanchista, con desprecio o al menos desatención a símbolos y simbolismos, costumbres y protocolos republicanos.
En cuanto a las características generales de lo decidido, vieron que la propuesta usaba un lenguaje lejos de la parsimonia de los textos jurídicos, y más cercano al lenguaje de ONG o de asambleas estudiantiles: el texto que se les pedía aprobar hablaba de “diversidades y disidencias sexuales y de género”, de “espacios de decisión” de organizaciones políticas, de “mujeres y personas con capacidad de gestar”, de “maritorio”, etc. Lo que este lenguaje sugería es que la propuesta reflejaba solo a algunos sectores, con total prescindencia de los demás. Y esto era aparente también en el texto, que recogía escrupulosamente cada una de las demandas de distintos grupos presentes en la Convención, desde los derechos de los animales hasta la protección de la semilla tradicional y las ferias libres, pero no mencionaba otras como la protección de los ahorros previsionales actualmente existentes.
Es verdad que en la Convención no vieron ni pugilatos ni bailes de Naruto ni convencionales autoproclamándose “sheriff”, pero la Convención misma había reclamado para si un estándar superior al de la Cámara de Diputados. Es verdad también que los miembros de la Convención habíamos sido elegidos popularmente, por lo que la composición de la Convención había sido decidida por el pueblo. Pero la magnitud del triunfo del Apruebo en octubre de 2020 llevó a muchos en la Convención a pensar que el éxito del proceso constituyente estaba asegurado, de modo que nada de lo que los convencionales hiciéramos podía ponerlo en riesgo. Esto llevó a conductas como las mencionadas, y también a la idea de que el problema principal para el éxito del proceso constituyente era el de construcción interna a la Convención. Esto nos llevó a reproducir la “desconexión” con la sociedad en general de la que se acusaba a la política institucional. Y era en la sociedad en general donde se estaba asentando el juicio del que dependía y dependió el resultado del plebiscito de septiembre.
Por último, en cuanto a quiénes apoyaban cada una de las opciones, las personas veían que toda la derecha, incluso quienes habían apoyado con entusiasmo el Apruebo de entrada, estaban ahora rechazando con determinación. No solo eso, algunas figuras que no eran de derecha también se habían sumado a la causa del Rechazo. Era el Rechazo el que había logrado alguna transversalidad, no el Apruebo.
Todo esto evidentemente daba credibilidad a las peores afirmaciones sobre el contenido de la propuesta, y contribuyó decisivamente, a mi juicio, a que la opción razonable por defecto fuera Rechazar.
La Convención y la propuesta de nueva Constitución
Con el resultado del plebiscito en la mano, hay en curso un intento por fijar en la opinión pública una determinada visión de la Convención y del texto constitucional propuesto por ella. En esa visión, la Convención fue un momento de irracionalidad “identitaria” y “refundacional”, de un grupo de extremistas que creyeron que había llegado su momento y entonces despreciaron todo lo anterior a ellos y se abocaron, irresponsablemente, a diseñar un país en el mejor caso desde sus sueños, más probablemente desde su resentimiento, frustración, rabia, etc. Esta visión se construye sobre los episodios que ya hemos comentado.
Como todo órgano colegiado compuesto por votación popular, la Convención no era un todo uniforme. Y es indudable que en ella había un sector, representado inicialmente por la Lista del Pueblo, que llegó a la Convención con la intención de mantener la vigencia del momento destituyente que se había iniciado en octubre de 2019.
Por “momento destituyente” me refiero al momento en que la irrupción de una fuerza inusual (típicamente una manifestación directa del pueblo, como en octubre de 2019) hace que lo que hasta entonces se había experimentado como cerrojos insuperables simple y repentinamente se disuelva. Este es un momento de negatividad, de decir No a lo que existe. Para que se trate de un proceso constituyente este momento debe ser superado, y debe dar paso a un momento de positividad, en que se trata de decir Si a una nueva Constitución. Mientras el momento de la negatividad es experimentado especialmente por sus actores directos como un momento de libertad colectiva, en que lo que parecía imposible se hace repentinamente posible, el momento de la positividad es experimentado como un nuevo cierre, en que ya no es todo posible, en que es necesario cerrar puertas que al principio parecían haber quedado abiertas. Es que, como dice un jurista al referirse al poder constituyente, “un poder absoluto, y que desea seguir siendo absoluto, no puede constituir”.
Parte de la Convención llegó a ella con la finalidad de mantener la vigencia del momento destituyente antes que de participar en un momento constituyente. Esto fue lo que se manifestó, tan claramente con era posible, en el acto inaugural de la Convención y en los demás episodios ya aludidos, en la creación de una Comisión de Derechos Humanos, etc.
El desafío de la Convención era pasar del momento destituyente al constituyente, de la negatividad a la positividad. Este paso no es algo que se logre porque una norma lo dispone; supone un aprendizaje. Y como todo aprendizaje, toma tiempo, porque implica establecer relaciones de reconocimiento político entre convencionales y colectivos que inicialmente solo tenían relaciones de desconfianza recíproca. Por eso es injusto juzgar a la Convención atendiendo solo a los momentos en que ese ánimo destituyente se manifestaba, sin atender al surgimiento progresivo de un ánimo constituyente (a mi juicio, esa injusticia tiene rostro: aunque creo, como ya lo he dicho, que fue un error de los convencionales Cristóbal Andrade y Giovanna Grandón fotografiarse con sus disfraces en el hemiciclo, más allá de ese momento su contribución a la discusión constitucional fue en mi opinión sobresaliente). Ese progresivo ánimo constituyente llevó a la Convención a cumplir con el plazo del año y acordar un texto a ser propuesto al país, en lo que un reputado profesor de Chicago llamó, dadas todas las adversidades que hemos comentado, “a kind of miracle”.
En ese texto se aprecia el desarrollo de este proceso de aprendizaje político. La aplicación de la regla de los 2/3, que fue aceptada sin cuestionamiento después de que ella fuera ratificada en la discusión reglamentaria, significó que las reglas aprobadas no fueran, en el sentido constitucionalmente relevantes, “maximalistas”. En efecto, ellas no imponían un modelo unilateral con la finalidad de que si llegan a gobernar nuestros adversarios se vieran constreñidos a hacer algo no tan distinto de lo que nosotros anhelaríamos. El texto, por ejemplo, aseguraba derechos sociales, pero pese a mucha propaganda no los estatizaba. Al contrario, dejaba a la discusión política posterior el modo en que esos derechos se realizarían. Reconocía el derecho a la educación y el deber del Estado de fomentar y proteger la educación pública, pero también la libertad de enseñanza. Reconocía la necesidad de un sistema nacional, público e integrado de salud, pero también la participación de prestadores privados de salud, etc.
Es verdad que, como ya está dicho, el texto usaba un lenguaje no parsimonioso y contenía declaraciones que importaban especialmente a diversos grupos dentro de la Convención, desde la semilla campesina a las ferias libres y los animales como titulares de derechos. Pero estas eran declaraciones cuyas consecuencias quedaban entregadas a la legislación posterior, de modo que lo que hacían era abrir conversaciones más que cerrarlas.
Es verdad también que en algunos pocos casos esta óptica unilateral sí llegó al texto. En mi opinión dos casos notorios fueron el reconocimiento no solo de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres (lo que a mi juicio era necesario), sino también al aborto, y la forma en que quedó consagrado el derecho a la educación sexual integral, sin referencia a la necesidad de compatibilizarlo con diversas visiones sobre el sentido de la educación y la libertad de enseñanza (en mi caso, no voté a favor de la educación sexual integral, y voté a favor el derecho al aborto, lo que creo que fue un error).
Otro de los aspectos en que el texto propuesto ha recibido críticas es el de sistema político. A mi juicio, esas críticas son incorrectas. Algunas son superficiales (que la propuesta se refiere a “actividad política organizada” en vez de “partidos políticos”); otras son exageradas (que la Cámara de las regiones era un órgano “decorativo” y el Congreso de diputadas y Diputados uno “todopoderoso”); otras eran sencillamente falsas (que la legislación electoral podía ser cambiada por el Congreso por “mayoría de los presentes”). Algunos críticos observaban con escándalo (diciendo que era “pornográficamente totalitario”) que el sistema propuesto consagraba un sistema legislativo fundado en el principio de mayoría (limitado, por cierto, por los derechos fundamentales), mostrando con eso cuán profundamente ha entrado en muchas mentes la lógica neutralizadora de la Constitución tramposa. Todavía otros criticaron que era un sistema desbalanceado, que acababa con los “equilibrios” entre poderes, porque diseñaba un “bicameralismo asimétrico”. Pero estas dos cosas no tienen relación alguna. Lo que mejor muestra la independencia entre estas dos cosas es que muchos de los que hacían esta crítica lamentaron, en su momento, que la discusión excluyera la opción parlamentaria para Chile. En el sentido de control recíproco que alegaban estos críticos, un régimen parlamentario niega la separación entre poder ejecutivo y poder legislativo. El argumento de que esa separación no importa si se trata de un régimen parlamentario, en que tampoco es problemático un Congreso unicameral o asimétrico, pero es totalmente decisiva para evitar el totalitarismo en un régimen presidencial, que exige además un congreso bicameral y simétrico, es a mi juicio totalmente ininteligible.
Precisamente porque se trataba de un proceso en el que todos íbamos aprendiendo a relacionarnos políticamente, fue un error que los reglamentos no permitieran volver sobre normas ya aprobadas. En mi opinión, el momento de armonización abría esa posibilidad. El hecho de que las propuestas de la Comisión de Armonización se sujetaran a las mismas condiciones de aprobación que las normas originales, tenía a mi juicio el significado de que esa Comisión podía hacer cualquier tipo de propuesta, aprovechando precisamente lo aprendido en el proceso. Lamentablemente, por distintas razones la interpretación reglamentaria que se impuso fue muchísimo más formalista y restrictiva, por lo que esa revisión fue imposible.
Hoy lo que está en juego es el juicio político sobre la Convención y el texto propuesto. El resultado del plebiscito tiene una consecuencia inmediata: en cuanto a su objetivo principal, es un proceso que fracasó. En el contexto de una discusión pública como la chilena, poco dada a juicios balanceados sobre las cosas, este hecho ya está siendo utilizado para arrojar sobre la Convención y su propuesta un juicio lapidario, con la finalidad política de desacreditar mecanismos democráticos y participativos y favorecer, como ya está apareciendo en la discusión, la idea de que la Constitución es cuestión de “expertos”, no de ciudadanos.
Sobre la continuación del proceso constituyente
La falta de “magnanimidad” ha impedido solucionar el problema constitucional
El proceso constituyente solo fue posible después del estallido. Antes de eso hubo intentos, pero fracasaron. Hay varias razones para eso, pero una es especialmente significativa por lo que vendría después y lo que el país enfrenta hoy: la negativa sistemática de la derecha a reformar los aspectos fundamentales de la Constitución de 1980 y su oposición, igualmente sistemática, a cualquier procedimiento que no le diera control sobre el contenido de lo nuevo.
Por diseño constitucional, ninguna reforma de la Constitución era posible sin los votos de la derecha. Mirando retrospectivamente, en varios momentos la derecha asumió posiciones que después lamentaría. En 2005 defendió el sistema binominal cuando ya no necesitaba el binominal para asegurar su representación parlamentaria, y el binominal subsistió por diez años más, causando un extraordinario daño a la idea misma de representación política y a los partidos políticos. El mismo 2005, el presidente Ricardo Lagos pretendió (inexplicablemente, dado que él era consciente de todo lo que no se había reformado) llamar a la reforma constitucional de ese año una “nueva Constitución”, la “Constitución de 2005”, y fue la derecha (inexplicablemente, dado que ella era consciente de todo lo que no se había reformado) la que se negó, insistiendo que era todavía la Constitución de 1980; ahora reclaman indignados que la Constitución ya no es la de 1980, “de Pinochet”, sino la de 2005, “de Lagos”; que seguir hablando de “la Constitución de 1980” es mentir. Cuando el proceso constituyente de Bachelet, la derecha se opuso y al llegar al gobierno Piñera declaró que no tenían interés en su continuación; después lamentaban no haberlo continuado. La derecha utilizó también la Constitución cada vez que pudo, sin ninguna vacilación, para ganar en el Tribunal Constitucional lo que había perdido en el Congreso, aprovechando para eso un Tribunal cuya composición lo hacía especialmente dócil. Y el Tribunal se comportó con una docilidad tal, que prácticamente nadie salió en su defensa cuando la Convención decidió eliminar completamente el control preventivo y restringir considerablemente la procedencia del requerimiento de inaplicabilidad por inconstitucionalidad. Solo en la hora nona, y con la única finalidad de fortalecer la campaña del Rechazo, estuvieron dispuestos a revisar los quórums de reforma constitucional que siempre defendieron.
Esta negativa sistemática y su uso sin contemplaciones del Tribunal Constitucional impidieron hasta fines de 2019 una solución al problema constitucional. Y cuando se produjo el estallido volvieron a usar su poder de veto para poner en el acuerdo de noviembre de ese año la exigencia de 2/3, que pensaban que les permitiría asegurar, como lo había hecho hasta entonces, lo que les interesaba (daban por sentado que obtendrían 2/3 en la Convención).
Esto significa que el proceso constituyente solo se hizo posible cuando fue inevitable, cuando fue una necesidad imperiosa de estabilidad social y política. Y ese momento fue también el menos apropiado para la conversación que requería. Era un momento en que había gruesas acusaciones cruzadas: unos eran responsables de “violaciones a los derechos humanos”, los otros eran responsables de “terrorismo” o “avalar la violencia”. Además, para ese momento el lento pero persistente desarrollo del problema constitucional y la crisis de legitimación que él implicaba ya había acabado por destruir la capacidad articuladora de los partidos políticos, lo que adicionalmente significó que los convencionales eran, por regla general, personas sin experiencia política institucional, que habían llegado ahí en buena parte protestando contra la “cocina” de la política institucional y que venían a mostrar otra forma de hacer política, una sin cocina, en que las convicciones no se transan.
La suma de adversidades que enfrentaba el proceso constituyente fue consecuencia de la incapacidad de la derecha de mostrar lo que Winston Churchill llamaba, al explicar la disposición que corresponde a los vencedores, “magnanimidad”. Aquí “magnanimidad” no designa una virtud moral, sino una disposición política: es estar dispuesto a no usar los mecanismos institucionales disponibles para ignorar la posición del otro y avanzar o defender lo propio. En cada paso, como hemos visto, la derecha miraba atrás y debía arrepentirse de no haber accedido a algo, de no haber tenido una mirada más amplia de lo que a ella misma le convenía.
En mayo de 2021, con la elección de los miembros de la Convención, la situación se invirtió. Ahora era posible hacer una propuesta constitucional ignorando completamente a la derecha. Es decir, esta vez era la izquierda la que debía actuar con magnanimidad e incluir, sin que eso fuera necesario para avanzar, a la derecha. Y tal como la derecha antes, se negó a hacerlo, abonando así el camino al triunfo del Rechazo.
Con el resultado del plebiscito, la cuestión vuelve a la derecha, cuyos votos nuevamente son necesarios para cualquier forma de continuación del proceso constituyente. Si actúa como siempre ha actuado (y como actuó la Convención), solo dará sus votos habiéndose previamente asegurado de que no afecte sus principales intereses. Es decir, hará lo mismo que hizo en la reforma de 2005. Esas condiciones se manifestarán en el contenido de cualquier cosa que sea aprobada, y eso se hará evidente probablemente poco después. La pregunta entonces es si el país está en condiciones de resistir otro intento fallido de solucionar el problema constitucional.
En la campaña emergieron normas constitucionales comunes
¿Qué tiene que ocurrir para que se rompa este ciclo, en que cada uno actúa buscando lo más, sin magnanimidad, mientras la legitimidad institucional del país se deteriora cada vez más?
Quizás sea posible avanzar atendiendo, implausiblemente, a la propuesta desechada. La peculiaridad ya notada en la campaña muestra que esa propuesta tiene mucho más que mínimos comunes. Ya hemos observado que la propia campaña del Rechazo insistía que votar Rechazo no era negar el Estado social y democrático de derecho, o el reconocimiento de los pueblos originarios o la multiculturalidad. Recíprocamente, la campaña del Apruebo sostenía que votar Apruebo no era fragmentar el Estado, acabar con la educación particular subvencionada, negar la propiedad de la vivienda o crear ciudadanos de primera y segunda clase. Esto se manifestó en algunos casos formalmente, como en el acuerdo de los partidos políticos que respaldan al gobierno para introducir modificaciones para “aclarar ciertas dudas e interpretaciones que han buscado confundir y desinformar a la ciudadanía”. Mas allá de la discusión sobre si las reformas propuestas para aclarar eran solo aclaraciones (porque la campaña del Rechazo en esto buscaba desinformar sobre el contenido de la propuesta) o si eran en realidad reformas (porque la propuesta efectivamente daba lugar a estas posibilidades interpretativas), esa declaración mostraba que hay un contenido común deseable relativo a derechos sociales (el documento se refería a pensiones, vivienda, salud y educación); que pese al rechazo del concepto de plurinacionalidad, la necesidad de reconocimiento de los pueblos indígenas y de la “multiculturalidad” de Chile es un punto de acuerdo. La paridad como principio es también aceptada transversalmente; el contenido medioambiental de la propuesta no suscitó mayor discusión, etc.
La propuesta puede servir de punto de partida, en general, porque cumple la función que necesita cumplir una Constitución: configura una política democrática, que podrá tomar decisiones transformadoras cuando ellas sean necesarias. Porque, como ya fue observado, este fue el efecto de la regla de los 2/3: aunque no impidió que la propuesta usara un lenguaje de asamblea estudiantil y que contuviera muchas declaraciones que la hacen mucho, mucho más larga de lo requerido, si impidió que incluyera reglas que tenían el efecto de fijar las cosas de una vez para siempre, como lo hizo la Constitución de 1980. Con algunas excepciones, dos de las cuales ya fueron notadas más arriba, son declaraciones cuyo sentido y efectos quedan entregadas a la discusión y legislación democrática, bajo un sistema político propio de un régimen democrático, que descansa en el principio de la mayoría aunque reconoce las limitaciones propias del constitucionalismo.
Sobre el procedimiento a seguir y la explicación invertida del plebiscito
En el tiempo transcurrido desde el 4 de septiembre hemos visto iniciarse y desarrollarse las conversaciones sobre el modo de continuación del proceso constituyente. En mi opinión, esas discusiones deben proceder asumiendo que el pueblo chileno ya ha decidido, en el plebiscito de entrada, dos cuestiones: que Chile necesita una nueva Constitución, y que esa nueva Constitución debe ser dada a través de un órgano especialmente elegido al efecto.
Dadas estas decisiones ya tomadas, tiene sentido discutir ahora como aprovechar la experiencia de la primera Convención para mejorar su diseño, por ejemplo respecto de la modalidad de incorporación de los independientes, o del modo en que se calculan los escaños reservados a ser elegidos, o de la elección de convencionales en listas nacionales. Algunos han sugerido incluso que estas sean listas cerradas, en solo se vota por la lista, no por un candidato, de modo que la votación de la lista determine los escaños que ella elige, según el orden de inscripción de las candidaturas. Las listas cerradas, aunque teóricamente defendibles, dan a las directivas de los partidos políticos un poder extraordinario, que en las condiciones actuales sería, en mi opinión, altamente contraproducente. En Chile nunca hemos elegido representantes con listas cerradas, y comenzar a hacerlo en el momento de máxima deslegitimación de los partidos políticos sería una señal en la dirección precisamente opuesta a la requerida.
Pero la discusión ha estado centrada en otras cuestiones, que sí impugnan y buscan negar las decisiones ya tomadas por el pueblo. Me refiero a ideas como la de reemplazar la Convención por un grupo de expertos, o de limitar legislativamente y de antemano los temas o decisiones de la nueva Constitución (ponerle “bordes”), o de sujetar las decisiones de esa nueva Convención a la aprobación de expertos o del Congreso antes de ser sometidas a plebiscito.
A mi juicio es claro que estas ideas buscan predeterminar el contenido de la nueva Constitución, basadas en una interpretación precisamente invertida del resultado del plebiscito. Por eso era importante distinguir la demanda de transformación social de la vía constituyente creada para canalizarla. Ya hemos explicado que en el plebiscito de septiembre lo rechazado fue la forma que a esa demanda de transformación daba la propuesta de nueva Constitución, no la necesidad misma de una transformación considerable de los términos fundamentales de la vida en común.
Las propuestas de reemplazar la Convención Constitucional por un grupo selecto de expertos, o de ponerles bordes ex-ante a la discusión constituyente, o de sujetar lo que una nueva Convención pueda decidir a la aprobación del Congreso o al juicio “técnico” de expertos, significan dar vuelta las cosas y asumir que lo rechazado fue la necesidad de la transformación social, pero no la de un nuevo texto constitucional. “Nueva Constitución”, aquí, deja de ser la designación de la forma política y jurídica de la transformación requerida, y pasa a ser solo un nuevo texto jurídico del que se pueda decir que es la “Constitución de 2023” o algo así, pero que no afecte significativamente la manera en que se organiza el poder y los términos fundamentales de la vida en común.
Este intento de invertir el sentido del plebiscito, y de aprovechar de ese modo su victoria, es la consecuencia de que con el Rechazo la llave del cambio constitucional volvía a la derecha. Esa misma derecha que durante la campaña se ocultó cuidadosamente.
Así como los que perdimos debemos asumir nuestra derrota, los vencedores deben asumir su victoria. Y eso aquí quiere decir que quienes se prestaron para que la derecha pudiera esconderse en la campaña son quienes tienen la responsabilidad principal de evitar el cierre del proceso constituyente que se anuncia en esas propuestas.
Cierre: A qué (no) nos obliga el triunfo del Rechazo
En una elección o plebiscito se manifiesta una voluntad popular que decide. Su resultado es una decisión, no un argumento. Una derrota electoral no es el tipo de cosas que puede cambiar convicciones políticas, que descansan en argumentos. Quienes votaron por J. A. Kast en la última elección presidencial no necesitan, para mostrar su compromiso democrático, decir que se equivocaron en apoyar a Kast y ahora apoyan a Boric. Análogamente, el resultado del plebiscito no obliga a quienes creíamos que la propuesta era una buena Constitución para Chile a pensar que estábamos equivocados y que era, después de todo, una mala Constitución para Chile.
Además de eso, sigo creyendo que Chile necesita una nueva Constitución, porque necesita nuevos términos de la vida en común, términos que sean experimentados por las personas no como abuso sino como reciprocidad. De eso se trata el Estado social y democrático de derecho y su deber fundamental de remover los obstáculos que de hecho impiden la igual libertad de todos. Porque los derechos sociales no son derechos de igualdad, son derechos de libertad; pero una libertad que es para todos, y que supone la satisfacción de sus condiciones materiales.
Sigo pensando que Chile necesita un sistema político que no esté, como el actual, neutralizado y que por eso sea incapaz de tomar decisiones transformadoras, decisiones que sigo creyendo que la sociedad chilena demanda y necesita.
Creo todavía que el desarrollo futuro de Chile necesita que Chile esté en paz consigo mismo, lo que exige una nueva relación con los pueblos originarios.
Sigo pensando que el triunfo del Rechazo significa un callejón sin salida, del cual solo se podrá salir si los vencedores, contrariando la conducta normal de los agentes políticos, actúan en la victoria con la magnanimidad que sugería Churchill. Quizás ayuda a esto que, a pesar del fracaso de la Convención, la cuestión constitucional no se encuentra en punto cero. Aunque la Convención no logró solucionar el problema constitucional, nos permitió avanzar en la construcción de una visión constituyente común.
Para citar: Fernando Atria, “El proceso constituyente y su futuro después del plebiscito” en Blog Revista Derecho del Estado, 14 de octubre de 2022. Disponible en: https://blogrevistaderechoestado.uexternado.edu.co/2022/10/14/el-proceso-constituyente-y-su-futuro-despues-del-plebiscito/